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domingo, 22 de diciembre de 2024 00:00h.

“La gente se resiste a la idea, pero la vida es solo química”

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Ganador del Nobel e hijo de otro galardonado, Roger Kornberg sugiere que la ciencia hace innecesarias las explicaciones religiosas.

En agosto de 1946, Roger Kornberg todavía era una única célula, formada por la unión de un óvulo de su madre, la bioquímica Sylvy Ruth Levy, y de un espermatozoide de su padre, el también bioquímico Arthur Kornberg. Esa célula ya tenía dentro el código hereditario necesario para formar un Roger con brazos y piernas y mantenerlo vivo desde que nació hace 72 años en San Luis (EE UU) hasta hoy, una soleada tarde en una cafetería de Valencia. El padre, Arthur, ganó el Nobel de Medicina en 1959 por iluminar los mecanismos de formación de ese manual de instrucciones de la célula, el ADN. Casi medio siglo después, el propio Roger también ganó el Nobel, esta vez el de Química, por ir un paso más allá que su progenitor.

Aquella célula de 1946 que acabaría siendo Kornberg tenía dos metros de ADN plegados en su diminuto núcleo, como casi cualquier célula de cualquier persona. Gracias a un proceso denominado transcripción, las células copian esas instrucciones escritas en su ADN y las redactan en otro idioma, el de las moléculas de ARN que sí son capaces de salir del núcleo celular. Allí afuera, empieza la fiesta. Esas palabras de ARN dirigen la fabricación de las proteínas, las verdaderas protagonistas de la vida, como la hemoglobina de la sangre que nos permite respirar y el colágeno que construye huesos, tendones, dientes y hasta el blanco de los ojos.

“La vida es química: nada más y nada menos”, repite una y otra vez Kornberg, de paso por Valencia para formar parte del jurado de los Premios Rey Jaime I. El investigador, de la Universidad de Stanford, recibió el Nobel de Química en 2006 por desentrañar esta conversión del ADN en ARN, un proceso que, si se tuerce, puede desembocar en un cáncer. Pese a haberse asomado al mundo de las aberraciones humanas, o precisamente por ello, Kornberg es muy optimista: cree que llegaremos a vivir en un mundo sin enfermedades.

Pregunta. Conocer nuestra base química tiene un aspecto filosófico.

Respuesta. Sí, ese es el quid de la cuestión. La vida es química: nada más y nada menos. El funcionamiento del cerebro se comprende tan poco que se tiende a asociarlo a significados mágicos o místicos. Pero químicamente el cerebro es una colección de cables e interruptores. Todos los cerebros humanos son más o menos iguales y las pequeñas diferencias son el resultado de distintos patrones en los interruptores, basados en una combinación de nuestra genética y de nuestras experiencias. Pero, al final, es química, nada más y nada menos, aunque la gente se resiste a la idea. Muchas personas quieren asociar a sus propias experiencias algún significado especial, como la religión. Pero es química.

P. Usted habla de “máquinas” moleculares diminutas que transforman las instrucciones del ADN en ARN. Esa maquinita puede cometer errores que conduzcan a la muerte. ¿Podemos morir simplemente por azar?

R. Todo —desde la forma de nuestro cuerpo a los detalles de nuestro funcionamiento— es una consecuencia de la información genética. Pero averiguar cómo es exactamente este proceso sigue siendo un gran desafío. Entendemos el primer nivel. Sabemos que la información en nuestros genes se copia en otra molécula llamada ARN, que entonces dirige la síntesis de proteínas. Y las proteínas hacen todo. La idea esencial es que la información en los genes es la base de todo lo que hay que saber sobre nosotros. Es cierto que puede haber modificaciones por la experiencia, pero todo empieza en la información que hay en nuestros genes. Cada célula del cuerpo contiene las mismas instrucciones genéticas, todo el ADN, pero sin embargo tenemos 200 tipos diferentes de células: nerviosas, del hígado, del músculo, de la sangre, de la piel. La diferencia entre ellas es qué genes se utilizan en cada tejido. Y esta decisión se toma a la hora de copiar la información desde el ADN al ARN. Si se comete un error, si se activa el gen equivocado en un tejido en el que debería estar silenciado, muy a menudo se genera un cáncer. Un cambio en una sola de las miles de letras de un gen puede causar una enfermedad.

P. ¿Es una lotería?

R. Es una lotería en el sentido de que la información en nuestros genes, que heredamos de nuestros padres, debe copiarse con absoluta precisión. Un cambio en una letra entre 1.000 millones de letras puede ser fatal o puede provocar una susceptibilidad a una enfermedad. La química de la vida es extraordinaria en muchos aspectos. Nuestro ADN sufre mutaciones debido a la radiación cósmica, al oxígeno, a la luz del Sol y a sustancias químicas de todo tipo, especialmente de los alimentos. Sufrimos dos trillones de daños cada día. Y todos deben ser corregidos, porque uno solo de ellos podría causar un cáncer u otra enfermedad. Esa es otra característica extraordinaria de nuestra fisiología y de nuestra química: la capacidad de reparar todos estos daños sin error cada día. Es asombroso.

P. Una de sus charlas se titula El fin de la enfermedad. ¿Usted se imagina un futuro sin enfermedades?

R. Por supuesto, porque la vida es química. Cuando entendemos las bases químicas de las enfermedades, automáticamente podemos concebir estrategias químicas para corregirlas. No hay duda de que esto se puede aplicar a enfermedades hereditarias y al envejecimiento. Obviamente, cuando aprendamos a prevenir el envejecimiento crearemos nuevos problemas para la sociedad. Pero la respuesta a la pregunta es sí. El hecho esencial es que todo en la vida es química y todas las enfermedades reflejan una distorsión de la química. Encontraremos medios químicos para corregirlas. Esto no ocurrirá pronto, y quizá no ocurra a lo largo de nuestra vida, pero algún día ocurrirá.

P. Casi todas sus investigaciones han sido financiadas por los institutos nacionales de la salud de EE UU. ¿Qué opina del papel de las grandes farmacéuticas?

R. Es un error pensar que las farmacéuticas pueden sustituir a la investigación con fondos públicos. Nuestra investigación es básica, en el sentido de que está movida por la curiosidad sobre la naturaleza, sin saber dónde te va a llevar. Un descubrimiento, por definición, no se puede predecir. Nunca descubres algo intencionadamente. Descubres cosas intentando comprender la naturaleza. Y estos descubrimientos son la única base para el avance de la medicina. Lo que distingue a la iniciativa académica de la farmacéutica es que la primera no está orientada a unos objetivos. Esa es la esencia de la investigación académica. Las farmacéuticas, por otro lado, no pueden justificar una inversión en algo que no tiene unos fines obvios. Una empresa no puede invertir dinero para hacer algo que quizá nunca tenga un beneficio. Es imposible.

P. ¿Y los académicos?

R. Los académicos se arriesgan, intentan hacer cosas que pueden conducir a algo o no. Y te la juegas, porque si no llegas a nada puedes perder tu posición académica. Las farmacéuticas son alérgicas al riesgo por naturaleza. Los negocios evitan los riesgos. Otra diferencia es la escala de tiempo. No sabes cuánto tiempo necesitarás. Muchas investigaciones requieren décadas. Yo nunca he hecho nada en menos de 20 años. Y cada vez más, desafortunadamente, los gestores de las farmacéuticas tienen que informar de sus beneficios cada tres meses. ¿Qué consejero delegado va a decirle a su junta directiva que la empresa ha hecho una gran inversión en investigación que puede no llevar a nada y que requerirá 20 años? Y, al mismo tiempo, sin ese tipo de investigaciones las farmacéuticas no tienen nada. Mi mensaje fundamental es que el Gobierno, en representación de los ciudadanos, tiene que apoyar las investigaciones que impliquen riesgos y puedan requerir mucho tiempo. Básicamente, esa es la única solución para problemas como las infecciones, las enfermedades genéticas y el cáncer.

Artículo publicado en el PAIS el sábado 13 de marzo de 2019

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